Ella siempre gana

– Flores. Le compraré flores. Bombones, eso nunca falla. Le taparé los ojos. Llenaré la casa de velas y apagaré la luz para encenderla a ella. Ya lo tengo, algo manual, algo que me haya llevado un tiempo hacer. Un viaje, un sueño que queramos cumplir juntos. Cocinaré para ella, compraré un buen vino. Envolveré su regalo en seis o siete cajas para que se desespere abriéndolo. Le enviaré algo al trabajo. O me presento allí y suplico al de seguridad que me deje utilizar la megafonía para decir su nombre y un te quiero. No, espera. Le escribiré algo, lo más bonito que haya leído jamás. Tiene que ser algo que la atrape desde la primera línea. Que ni siquiera pueda levantar la vista entre párrafo y párrafo para mirarme. Que sólo las lágrimas interrumpan su momento mágico, que se deshaga como me deshago yo. Lo tengo. Voy a partirme en trocitos y se los voy a dar, para que me construya y se vea como yo la veo, se huela como yo la intuyo, se escuche como yo la oigo, se sienta como yo la toco y se saboree como a mí me sabe. Mi verdad, ese será mi regalo. Utilizaré las palabras para que nunca eche de menos un gesto, que sea eterno, que lo pueda leer mil veces, que le protejan, que me sienta cerca, que me pueda llevar consigo cuando yo no pueda ir. Le tengo que escribir lo que llevo dentro, para que le sea imposible no reírse. Quiero que entre y se encuentre a sí misma en todas partes, que se pierda entre mis espejos. Tiene que saber que habita hasta en el último rincón de lo que ni siquiera sé que tengo. Que sepa que ella manda, que ella dirige y dice, que ella me construye, que sólo ella suena. Tengo que ser contundente, quiero que agarre mi pasión por ella, mi miedo a perderla y mi suerte de tenerla. Quiero que estruje mi vulnerabilidad y mi atrevida entrega, que compruebe que no me guardo nada, que es imposible expresarle tanto. Le hablaré del comienzo, de nuestro origen, del día que nacimos juntos. Tiene que saber que recuerdo hasta el más mínimo detalle de aquel día, que no olvido su chaqueta roja ni el momento en que le pregunté el champú que usaba. Era tan suave y tenía tantas ganas de decirle que lo era que no le besé la cabeza por no parecer su padre. Pero aún puedo sentirlo si cierro los ojos y me concentro. ¡Buff! Aún hoy recuerdo su esmero en parecer descuidada, como si esa ensalada de atributos irresistibles fueran ajenos a ella, como si ni siquiera supiera lo que me gusta a mí una ensalada. Haré que vuelva a vivir ese momento como si fuese ayer cuando nos descubrimos. La sentaré en ese banco, en esa plaza, con el sol en la cara como cuando supimos que queríamos estar siempre así de calentitos. Conseguiré que rememore el paseo previo, la entrañable ruta hacia ninguna parte, la excusa que encontramos para hablarnos y escucharnos. Y el momento en que le propuse parar. Se paró el mundo, se paró todo. Nos sobraba casi hasta el aire, vivíamos de observarnos, de intuirnos. Eso era respirar. Era la ilusión más grande que jamás sentimos. Fluía. Fluíamos. Le escribiré para que sepa que ya sólo fluyo con ella y que fluyo más gracias a ella. Es importante que eso le quede claro al leerme, que sienta que siento, que respire aliviada, que le cueste mirarme al terminar y sea más cómodo abrazar sin más. Si por mí fuera nunca me iría y quiero que lo sepa.

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– ¡Joder! ¿De verdad hace falta que le escribas todo eso?

– No, no hace falta. Pero hoy la gente hace como que se quiere MÁS y yo simplemente quiero que se sepa que la quiero TODO.

– Seguro que lo sabe. ¡Es imposible no saberlo!

– Lo sabe, no le contaré nada nuevo. Pero se lo volveré a contar.

– Eres muy valiente.

– ¿Yo? ¿Por qué?

– Hay que serlo para atreverse a sentir así.

– Jamás hice un esfuerzo por sentir lo que siento. Nunca la he besado a desgana. Ella siempre gana.