De flautas, trenes y ríos

La mitad de cosas que aprendí las he olvidado. He olvidado en qué punto se encontrarán dos trenes si uno circula a tal velocidad y el otro ha salido de no sé dónde. He olvidado cómo se lee una partitura porque el que debió enseñarme a amar la música me dejó tirado. Creo que llegó a llamarme arrítmico delante del resto de la clase y seguramente lo era. Tapar con firmeza los agujeros de la flauta fue un escollo insalvable para mí. Recuerdo ir a comprar la flauta con mi madre. No hacía falta comprar la de maderita oscura, esa era para las empollonas que sí sabían tapar los agujeros. Pero supongo que mi madre confiaba en mis capacidades más que yo mismo, y por supuesto, más que mi profesor de música. Salía a interpretar una partitura delante de los compañeros y me aterrorizaba. Las notas empezaban a diluirse, se derretían ante mi nula capacidad para leer y ejecutar, intuir y reproducir, imaginar y hacer sonar. No sé qué nota saqué en música pero seguramente más de la que merecía. Mi talento estaba dormido y no fueron capaces de despertarlo, ¡culpa suya! Por eso ahora me rebelo contra el mundo y canto en el coche como si supiera. En realidad sé, la subjetividad es muy socorrida a veces.

Nunca supe tocar la flauta

El caso es que un día supe donde nacían y desembocaban los ríos de España y ahora ni me planteo cuestionármelo. Es demasiado fácil averiguarlo. Un día supe describir la vegetación del clima subtropical húmedo y ahora… ahora no. Un día supe calcular la raíz cuadrada de 457 y ahora…ahora no sabría.

¿Sabéis que es lo que se me ha quedado de todo aquello? Lo que no se ha borrado es la imagen de mi hermana preguntándome por los ríos de España mientras nos bañábamos en la piscina. Se los sabía casi todos y yo sentía por ella una profunda admiración. Y ahora…ahora aún la admiro más. ¿Sabéis de qué me acuerdo? Para aprenderme las tablas de multiplicar me ponían un casette en el baño con rimas y cancioncitas que bien podrían ser consideradas hoy método de tortura. Poco daño me harían porque mi padre se veía obligado a acudir a rimas del tipo «seis por ocho cuarenta y ocho y te tocas el chocho». Pobre hombre, qué desesperante tuvo que ser criarme. Sin embargo, él nunca perdió la fe en mis capacidades. Yo era horrible en matemáticas y él era muy bueno, así que los días de examen se despertaba una hora antes de lo habitual y entraba en mi habitación a despertarme a mí. Nos sentábamos en el escritorio con la única luz del flexo y se aseguraba de mi capacidad para resolver el problema de los trenes. Cuando veía que había dado con la tecla, me volvía a meter en la cama y se marchaba. Y esa fue mi principal enseñanza. Por un hijo eres capaz de adelantar la hora de la alarma una hora sabiendo que debes recorrer una distancia de 65 kilómetros para llegar al puesto de trabajo no más tarde de las 8:30. Y eso no eran matemáticas, eso era vivir.

Tengo guardada una frase de Murakami, de su libro De qué hablo cuando hablo de correr que dice así: «Así es la escuela. Lo más importante que aprendemos en ella es que las cosas más importantes no se pueden aprender allí.» Para mí el colegio fue más contexto que texto, fue más un modo de programar mi crecimiento que un modo de crecer en conocimiento. Así lo siento. Nunca nadie me enseñó a expresar mis sentimientos, nunca nadie me aconsejó sobre cómo sobrellevar una pérdida. Determinadas cosas te pillan a contrapié y te preguntas qué has estado haciendo durante tanto tiempo como para no tener ni la más remota idea de cómo encarar un problema. Nunca nadie se planteó que era importante enseñarnos a comer sano y a cuidarnos. Y mi profesor de música jamás se imaginaría la pasión que tengo yo ahora por la música. Él solo veía a un niño torpe y arrítmico incapaz de tapar los agujeros de la flauta.

De lo poco que sé de la vida me he ido dando cuenta yo solito. Tropezar y levantarse ha sido en mi caso mil veces más efectivo que cualquier sistema educativo. Y no digo que no aprendiera nada, digo que pasamos demasiados años aprendiendo demasiadas cosas. Mis inquietudes durmieron durante demasiado tiempo y las que tengo despiertas configuran un ser totalmente ajeno a las matemáticas y a la flauta.

Habría estado bien que alguien me dijera que las cosas se pueden hacer de muchas formas distintas. Y que las consecuencias de hacerlas de una u otra forma configurarían mis futuras decisiones. Habría estado bien que me dijeran que podía hacerlo como lo haría el resto o intentar hacerlo como sólo yo sabría. Que me dijeran que podía ser yo mismo en vez de ser uno más, ser parte por mí mismo en lugar de formar parte de lo homogéneo. Habría sido genial que me dejaran claro que era débil, porque es mucho más sano aprender a conocerte que aprender a levantarte. Nunca nadie me preguntó por qué me esforzaba, dónde encontraba mi motivación o a quién me habría gustado dedicar mis éxitos. Me habría gustado tener un maestro y admirar su maestría, uno de los que no se olvidan por muchos años que sume en mi vida. Me conformo ahora sabiendo que los tenía al llegar a casa.

Mis maestros estaban en casa

Soy joven e inexperto. Mi mayor lección de vida llegó sin pizarra y tizas. Soy lo que vi y lo que siento. Soy mis cientos de fallos y mi eterno intento. Soy lo que ves más lo que llevo dentro. Soy todo lo que no he olvidado, lo que me falta, de lo que carezco. A mí no me ha sonado la flauta.